Yo crecí delante de una pantalla de cine, un privilegio que me vino dado por razones obvias. Desde muy niña veía las películas que mi padre producía (aunque me enterase de bien poco, como en el caso de Peppermint Frappé) o las que echaban en las sesiones dobles del Tívoli o Benlliure (como El Mago de Oz, ¡cuánto me gustó!). En mi colegio (muy distinto, es verdad, a los habituales de la época) nos llevaban al cine con cierta frecuencia; así es como descubrí, en una sesión matinal de un día cualquiera, Let it be. Esto que os cuento sucedía básicamente desde principios de los años setenta, así que me resulta inconcebible que en la actualidad el CINE, con mayúsculas, no forme parte de manera sistemática y sistematizada de la educación infantil y juvenil de este país. Me consta que existen experimentos, fórmulas inventadas por profesores e institutos conscientes de la importancia de enseñar a través de la narrativa audiovisual. Pero me temo que su trabajo, su esfuerzo, son pequeñas islas en un inmenso mar en el que el cine es un barco de papel a la deriva. No debería ser así.
«El cine ofrece un conocimiento tan valioso como la literatura, la pintura o la música»
El cine nos hace viajar en el tiempo y en el espacio, nos ayuda a pensar sobre mil y un asuntos terrenales y no tan terrenales, nos sumerge en la risa o el llanto, nos acerca a otras culturas y a otras formas de vida, nos hace soñar y nos hace escuchar infinitas historias que nunca se nos ocurrirían. Lo mismo que se enseñan otras formas de arte y creación, el cine debería tener su “lugar bajo el sol” entre los estudiantes desde muy temprana edad. Simplemente, porque ofrece un conocimiento tan valioso como la literatura, la pintura o la música.