Mirar y ver

Por Arantxa Echevarria · Fotografías de Dani Mayrit · 26 septiembre, 2023

La cineasta Arantxa Echevarría participa en San Sebastián con su segunda película de autor, Chinas

Después de Carmen y Lola me quedé tranquila. Había conseguido estrenar mi primera película con cierto éxito, y no había quedado en el cajón de las primeras pelis donde acaban muchas por puro azar. Una mala distribución, una fecha de estreno difícil, muchas variables que podían dar al traste con el sueño de toda una vida. Pero yo soy una suertuda y mi sueño se volvió realidad.

Chinas es mi segunda película de autora y mi segundo sueño. La tenía en mi subconsciente bramando y deseando salir. La historia está basada en algo personal, en algo que me tocó hace unos veinte años.

El “chino” de mi barrio estaba regentado por un matrimonio de unos cuarenta años que apenas hablaba español. Los conocía desde hacia mucho tiempo, y cada noche a la vuelta del trabajo solía pasarme por ahí a comprar pan, leche… Aun así, apenas me saludaban al entrar y parecían demasiado cansados y preocupados para sonreírme. Cuando no encontraba algo en los estantes desorganizados y repletos de latas, la mujer me señalaba un pasillo con un español incomprensible. Así me hice amiga de Lucía, la hija pequeña de aquella mujer cansada. Y así aprendí a no llamarlo “chino” sino “bazar”.

Cuando no conseguía entenderme con la madre, buscaba con avidez las dos coletas de Lucía que sobresalían del mostrador. Daba igual qué hora fuera, Lucia, que tendría unos nueve años, siempre estaba ahí, jugando con colores o haciendo los deberes del colegio. Lucía era lo contrario que su madre, hablaba español perfectamente, sonreía todo el tiempo y no paraba de hablar. Ya se hizo una costumbre entre nosotras que cuando entraba Lucía gritaba mi nombre y decía: “Arantxa, ¿sabes que me ha pasado hoy en el cole?” y nos poníamos a charlotear diez minutos sobre cosas de niñas.

Una noche de diciembre, a última hora me pasé por la tienda, compré una botella de leche y me acerqué al mostrador repleto de cachivaches. Cuando me iba a marchar, la madre me llamó, y dejando a un lado el bol de sopa, sacó de entre unas páginas de una libreta un sobre y lo puso delante de mí. Me miró, como siempre con su gesto adusto y me preguntó: “¿qué ser?”

Cuando cogí el sobre entre mis manos y leí el destinatario no me quedó más que sonreír: «Para los Reyes Magos de Oriente».

Le empecé a explicar la tradición: los niños escribían una carta a los tres Reyes Magos, que venían de oriente en camello y por la noche de forma mágica dejaban regalos a los pies de sus camas… Por supuesto, y lógicamente, su cara era de completa perplejidad.

Ella me miró y me dijo que Lucía no se lo merecía, que no ayudaba en la tienda y era muy desobediente. Solo sacaba sietes en el cole, me dijo. Además, ellos celebraban el año nuevo de otra manera: se regalaban sobres rojos con dinero.

Me pasé varios días por el bazar, buscando los momentos en que Lucía no estaba para poder convencer a su madre de la necesidad de comprarle la muñeca que pedía. No quería que Lucía fuera la única niña de su clase sin reyes. No lo conseguí. Yo solo pensaba en su desilusión, en su carita al amanecer sin regalos.

Me fui a una juguetería a comprar la muñeca de sus deseos y la noche siguiente, después de que la tienda cerrara, metí la muñeca entre los agujeros del cierre envuelta en un papel de regalo con dibujos de chuches.

Me fui a casa. Me metí en la cama con la sensación de ser alguien maravilloso y de haber cumplido los sueños de una niña. A las tres de la mañana me desperté de pronto. ¿Qué había hecho? ¿Quién me creía que era imponiendo mi cultura europea a la educación de unos padres? ¿Me creía mejor que ellos? En pijama bajé corriendo a la tienda y traté de alcanzar la muñeca y recuperarla. No llegaba, ni con la ayuda de un palo. Muerta de vergüenza, volví a mi casa.

Nunca regresé a la tienda. Sentía que había actuado como una prepotente. Y también tenía miedo de que la madre hubiera decidido que los Reyes no pararían en el cuarto de Lucía.

Esa fue la génesis de una idea que me rondaba la cabeza durante años. Empecé a investigar y a conocer la comunidad china en nuestro país. Esos desconocidos que nos rodean, en cuyas tiendas compramos, cuyos hijos van a la escuela con los nuestros, pero a los que no acabamos de mirar ni de ver. Me interesaba mucho abrir una puerta de una casa de Usera y observar su vida y comprenderla. Entender por qué Shui, la madre de Lucía, no hablaba español y estaba siempre tan cansada. Entender a Lucía y ese convivir entre dos culturas y a veces no hacer pie y casi ahogarse buscando una identidad. Esa generación a los que llaman “bananas”: amarillos por fuera y blancos por dentro.

Esta segunda generación no tiene a veces a dónde volver. Tampoco a dónde ir.

twitter facebook linkedin email