La suerte interfiere y mucho en Miguel Conejo Torres, Leiva (Madrid, 1980). Poco dado a la exposición de su vida privada, sorprende que el músico multinstrumentista, compositor y productor haya dado acceso a su intimidad en Hasta que me quede sin voz, un retrato “honesto, sin fuegos artificiales” del artista firmado por Mario, Lucas y Sepia. Este trío ha compartido carretera, escenarios, momentos de creación y situaciones de vulnerabilidad personal y profesional con Leiva gracias a la amistad de barrio, forjada desde pequeños, entre el músico y uno de los directores de esta película documental que tendrá su estreno mundial en el Velódromo de Anoeta, dentro del marco del Festival de San Sebastián. “Es una alegría muy grande estar en el festival, sobre todo por mis compañeros, que han trabajado muchísimo y han cuidado mucho este documental, que me gustaría que conectase con las personas de a pie”, expone emocionado este cowboy de la Alameda de Osuna con dos Premios Goya a la Mejor Canción Original en su haber, por La llamada y Sintiéndolo mucho.
Sus comienzos, su barrio, sus amigos y familia, los tiempos en las bandas Malahierba y Pereza, el accidente que le marcó en su adolescencia, la influencia personal y profesional de su íntimo Joaquín Sabina, los viajes y las personas que ha encontrado en sus 25 años de trayectoria, la presión que le suponen las giras, su ansiedad y la amenaza de perder su voz por su problema con la cuerda vocal izquierda –“a mis amigos les parecía que era bonito retratar cómo convivía con esa situación en un momento de mi vida en la que las cosas habían tomado una dimensión muy grande”– son el contenido de este íntimo y nada complaciente relato en primera persona que, rodado en digital, 16mm, Super 8 e iPhone, deja patente que este chico de barrio periférico es “un tipo con suerte”.
La película se verá en la pantalla gigante del Velódromo, el cine más grande del mundo.
Este proyecto, del que solo soy protagonista, no nació de mí y tampoco lo he producido. Uno de los directores y productores, que es amigo de la infancia, llevaba tiempo insistiendo en registrar con cámaras un par de años de la vorágine de mi vida. Como él lo ha vivido desde muy cerca, ha visto las subidas y bajadas, lo abrupto que es todo, me propuso rodarlo sin ninguna pretensión ni ambición, solo registrar. Nos sorprendió que forme parte del Festival de San Sebastián, porque jamás pensamos que era una cosa de esa dimensión, ya que para nosotros siempre ha sido una película de barrio.
Creo que es un retrato muy honesto. Soy muy poco dado a la exposición personal, siempre guardo esa parcelita mía que no es pública, pero persistieron en que era bonito contarlo sin filtros. Que se proyecte en Zinemaldia nos dio una pista de que, a lo mejor, lo que hemos hecho puede interesar.
¿Cómo se ha sentido delante de la cámara?
El primer año de filmación casi todo el tiempo tenía en la cabeza bajarme del proyecto porque no me sentía cómodo, me sentía muy invadido. El acceso que han tenido mis amigos ha sido muy privilegiado. Me he sentido bien porque era un ambiente muy cercano (mi compañera y mis mejores amigos), muy de casa, familiar, con un equipo reducido y medios limitados. Igual si hubiera venido un director o directora desconocido no le hubiera dado ese acercamiento.
Solo me daba miedo una cosa porque lo veo, lo percibo en los documentales musicales, que es que la figura del artista que sale se ve demasiado reforzada, quedan muy bien siempre, lo que me aburre soberanamente. Esto para mí era una línea roja, así que cualquier cosa que me glorifique tenía que ir fuera, se tenía que ver la realidad, y yo no puedo salir bien parado porque no se lo creería nadie. Hay muchas cosas que no estoy cómodo viéndolas, que no me gusto y se multiplican por mil mis complejos, pero contar un relato honesto llevaba implícito convivir con eso.
Alguna cosa se habrá guardado…
Durante los años de rodaje [la gira mundial de 2023 y la grabación de su disco ‘Gigante’ entre 2024 y 2025], nada. Lo que se ve es lo que sucedió.
La parte más interesante del documental es que en una vida como la mía, que pudiera parecer con más neones o en ocasiones confusa por el éxito, todo el mundo vea que tenemos los mismos problemas y nos suceden cosas muy parecidas. Mis escenarios no son normales porque una parte de mi vida la comparto con miles de personas, lo que es muy extraordinario. Pero, como a todo el mundo, al final el suelo te lo mueven cosas muy pequeñas.
De todas las personas que ha encontrado en su camino, ¿quién le ha impresionado más?
Joaquín Sabina es una de las figuras más influyentes en mi vida. Es la primera persona que confió en mí para ayudarle, depositó en mí una responsabilidad que yo no sabía que estaba a mi altura y fue él quien la vio. Apostó por mí en un momento de mucha vulnerabilidad, no estaba en mi mejor momento de autoestima, y Joaquín me dijo ‘tienes que ayudarme a ver cuál es el camino de mi carrera’. Yo estaba identificando cuál era el mío, ¿cómo iba a decirle cuál era el suyo? Durante todos estos años de convivencia, que ya suman veinte, ha tenido una injerencia muy importante, no solo por su talento y por su experiencia, también por la relación familiar que tenemos. En ocasiones soy su hijo y otras veces soy su padre.
Comenzó a hacer música muy joven con su primera banda, Malahierba, ¿hay algo de esa época que echa de menos?
Echo de menos cuando todo valía y era solamente diversión. Profesionalizarse en la música era un sueño para nosotros, pero cuando las cosas adquieren una dimensión muy grande hay una responsabilidad con la que yo no contaba y es tan sencillo como que la gente con su trabajo y sus esfuerzos paga una entrada, y eso cuando se siente sobre tus hombros reduce mucho la diversión. Estoy muy agradecido porque es absolutamente acrobático vivir de la música, pero es cierto que en ocasiones se ha vuelto menos divertido.
Lo que deja claro en este retrato es que es un tipo con suerte que, con o sin voz, ha venido a hacer música.
El mensaje que quedará es la enorme suerte que tiene este chaval. De los 20 a los 27 años compartí piso con uno de mis mejores amigos, que era malabarista. Hacíamos la compra juntos y brindábamos porque llenábamos la nevera con música y circo, increíble. Tengo una suerte infinita que cada día pienso que se me va a acabar. El trabajo, el tesón y el talento pueden ser más o menos cuestionable, pero en mi caso hay un porcentaje de suerte muy alto, he estado en situaciones y en circunstancias que han cambiado el rumbo de mi vida y no todas las he propiciado yo.
¿Recuerda el momento en el que empezó a componer?
Tenía 13 años y era un tema malísimo. Desde muy pequeño entendí que lo importante era contar historias y elegir las palabras. Siempre me interesó contar cosas, que me parecía lo más difícil. No me ha costado ningún esfuerzo tocar instrumentos [guitarra, batería y piano], tenía cierta facilidad.
Su padre escribe poemas.
Creo que viene de ahí. En mi casa siempre ha habido mucha pulsión por elegir bien las palabras, por expresarse bien. Cuando eras vago en contar una anécdota, nos decían: cuéntalo, cuéntalo bien. Las pequeñas construcciones generan grandes explicaciones.
Hay músicos que no saben leer ni escribir música, y producen música que conecta.
Ninguno de los artistas que más me han marcado desde pequeño tienen buena voz: Leonard Cohen, Bob Dylan, aunque también me gusta Camarón. Hay algo que tiene que ver con la imperfección, en mi caso desde luego, y es que todo aquello que me genera complejo con mi voz es probable que sea lo que está conectando. Creo que en las palabras que eliges hay gente que se ve en mis canciones. Esa es la conclusión a la que he llegado porque no tengo una voz prodigiosa, no hay virtuosismo en mi música.
Después de esta experiencia, ¿seguirá el camino que han tomado algunos compañeros suyos que transitan entre la música y el cine?
Tengo muy claro cuál es mi lugar y, sobre todo, cuál no lo es. Tengo mucho respeto al oficio de la interpretación y, por el momento, no tengo ninguna intención de asaltar el cine.
La fama, un gran obstáculo en su vida
La industria musical ha evolucionado en muchos aspectos, desde cómo la presentamos hasta cómo la consumimos. ¿Cómo ve el futuro en la industria?
Desde que empecé [grabó su primer disco en 1999] ha cambiado muchísimo. No me gusta pensar que las cosas están cambiando para mal. Pienso que el formato físico desaparecerá muy pronto; más allá de lo romántico de un vinilo, las ventas de discos han sufrido una caída monstruosa, pero la industria sigue porque hay canciones, y las canciones siempre van a existir. Hay gente nueva contando cosas muy importantes y con un mensaje alucinante. Corren muy buenos tiempos para la música, a pesar de que hay cosas que no me pongo en mi casa. Toda esa brecha generacional de que lo bueno era lo de antes no me interesa.
¿Qué nota cuando sube al escenario?
Es el sentido de todo. Me siento en casa a escribir una canción porque es una necesidad que tengo para comunicarme, primero conmigo y luego con los demás. Los discos, la composición… todo se hace con el fin de subirte a un escenario y contárselo a la gente. No me acostumbro, y cuando estoy delante de 15000 personas siempre digo: no penséis que he normalizado esto, esto sigue siendo algo inconcebible para mi cerebro, es muy ilusionante y me sigo poniendo muy nervioso. Tengo mucho respeto hacía ese ritual. Soy muy consciente del privilegio que es que miles de personas canten canciones que has generado tú en tu cuartito en México, en Colombia…
¿Le ha cambiado la fama?
Sí, no porque haya cambiado mi estatus, sino porque tengo miradas de la gente encima. La pérdida de anonimato me supuso muchos problemas terapéuticos, nunca lo he gestionado bien, nunca ha sido una cosa natural, nunca lo he disfrutado, siempre ha sido un gran obstáculo en mi vida. A pesar de que lo asumo con mucha deportividad porque una cosa no va sin la otra. No tengo la vida que tenía antes, la ha cambiado sentirme observado, y esto me ha hecho recogerme más.
De no ser músico…
Estuve muchos años haciendo música porque no podía no hacerlo, me salía de dentro juntarme con mis amigos y hacer música en el local. A los 18 años les dije a mis padres que dejaba de estudiar, pero no porque pensase que iba a vivir bien de la música, pero sí que iba a ser mi modo de vida como batería de una banda, de una orquesta o de un artista. Si vienen mal dadas, podía ser guía de montaña, siempre estoy en la montaña, y tampoco se me caerían los anillos si tengo que volver a poner copas.
Permítame esta ligereza. Siempre lleva sombreros cuando actúa.
No soy supersticioso, pero ya se me ha quedado como algo que me cuesta deshacerme de ello. Cuando mis sobrinos me pintan, lo primero que dibujan es un sombrero, ya forma parte de mí, quizá si hay algo de superstición.
Hasta que me quede sin voz llegará a los cines el 17 de octubre.