Defensor acérrimo de cualquier tipo de resistencia, Pol Rodríguez se ha atrevido con «un relato en el que se habla de muertos y lápidas” en su ópera prima como realizador, tras una carrera de 19 años brillando como ayudante de director en filmes de Marc Recha, Agustí Villaronga, Claudia Llosa o José Luis Guerín. Capaz de vivir aventuras navegando en su propio barco o “compartiéndolo con otro capitán general”, en su primera obra le ha resultado realmente costosa «la gestión de contrastes: la risa y el llanto, la vida y la muerte, la memoria y el olvido». Quatretondeta, con José Sacristán, Laia Marull, Julián Villagrán y Sergi López, le sirve para brindar tributo a los que se marcharon y para dejar constancia de quiénes fueron a los que vendrán. Intenciones no le faltan a este valedor de la memoria y el recuerdo como útiles para trazar el mañana, un realizador que empieza y arriesga por convicción.
¿Por qué en Quatretondeta?
En ese pueblo nació mi madre, ahí es donde tenemos nuestros antepasados enterrados y donde veraneo desde pequeño, es el epicentro de todo. De alguna manera, el pueblo que queda en la retina en nuestra infancia vuelve de vez en cuando para recordarnos nuestros días de niño.
¿Y la película? ¿De dónde parte?
La historia surge por la necesidad de establecer una mirada con el entorno rural. Mientras que las ciudades, cada vez son más grandes, los pequeños pueblos descienden su población. Esos pueblos son sitios a los que el día a día pretende hacer desaparecer del mapa, pero ellos resisten y son reductos de memoria.
¿Defiende esa resistencia de lo rural?
Personalmente, defiendo cualquier tipo de resistencia. Está bien tener una modernidad, pero para ello hay que saber de dónde se viene: es necesario tener memoria, aunque a veces sea agradable tener olvido.
A Lluís, a Carmen, a Fran, a Pepita… ¿Hay recuerdo en la dedicatoria de su largometraje?
Ellos son mis abuelos, personas que me han enseñado este territorio y me hicieron gozar de estas fiestas y la comunión con la gente. Claro que ahí está el espíritu de recordarles a ellos, y con ello a una generación pasada. Nuestros abuelos son inmigrantes, gente que vino a las ciudades buscando grandes oportunidades, nosotros no dejamos de ser fruto de eso. Estas dedicatorias pretenden que algo perdure más allá de nosotros: si los hijos de mis hijos pueden ver la película podrán aprender algo de su abuelo y de sus tatarabuelos.
¿Hay algo especial en la forma de entender el duelo y la muerte en el ambiente más rural?
En las ciudades la gente no muere, desaparece. En un pueblo hay un punto de unidad, hospitalidad y altruismo que no tiene que ver con las plañideras. Me interesaba explicar la muerte desde el humor y un sentido más pragmático, porque en los pueblos la muerte une mucho, y no necesariamente es siempre dramática, se entiende simplemente como un paso más.
Controlando los vientos
¿Costó mucho levantar la financiación?
Tuve la suerte, con la colaboración de Ibón Cormenzana, de que la película se enhebró muy rápidamente. Decidimos tirarnos al ruedo y comenzar a rodar porque los actores entraron rápido y encontraron hueco en sus agendas.
¿Fue esta la primera película que siempre soñó hacer?
Entiendo el cine casi como Quatretondeta: en todo hay un punto de partida y un final. Siempre termina de moldearse la historia en el rodaje, matices y gestos que hacen que la película evolucione. Quatretondeta es la película que yo soñé como final, pero no es imaginable por donde te llevan los derroteros, esa incógnita es la que hace grande el cine: la posibilidad de ir mutando.
¿Ser ayudante de dirección para usted era un fin en sí mismo o un paso previo para dirigir en el futuro?
De alguna manera, fue un vehículo, pero tampoco te diría que ser director es el fin. Estamos felices con esta película y tengo la intención de seguir rodando: estoy sacando punta al lápiz y empezando a escribir el siguiente guión, pero si me llama algunos de mis amigos para rodar su aventura colaboraré porque siento un placer inmenso cuando dirijo, pero también cuando trabajo con otros. Abogo por la ayudantía de dirección como un puesto creativo.
¿Cambian las problemáticas cuando uno se sienta en la silla de director?
Cambia la perspectiva y siempre surgen dudas. Te sientes como un funambulista que va pasando por un hilo de rascacielos en rascacielos, pero de eso se trata, de controlar los vientos y seguir adelante. Un director debe arroparse siempre de un gran equipo: con mis actores, con los que he estado muy tranquilo, y con mi equipo, pequeño pero valiente, estaba seguro que podíamos enfrentarnos a casi cualquier cosa.
Se le relaciona con Berlanga…
No creo que sea yo quien deba homenajear a nadie, pero claro que está ahí el mundo rural, el humor negro, las tradiciones, la ternura… El cine de Berlanga para mí es una maravilla, es un honor que te comparen con él pero me siento muy lejos del maestro.
¿Se define bien España en lo berlanguiano?
Este país es claramente berlanguiano, habitado por personajes muy humanos y muy míseros al mismo tiempo, pero también hay cierta España que puede contarse a través de una película repleta de zombies que manejan los hilos de todo cuanto ocurre, o de un largometraje de Elías Querejeta, o de una película de gente maravillosa en la que se ayudan los unos a los otros. Es tarea nuestra, de los cineastas creadores, poder retratar realidades desde prismas completamente diferentes.
¿Qué le falta al cine de autor en nuestro país?
La dificultad es que cuesta mucho encontrar espacios para que las películas se puedan desenvolver con menos restricciones y presiones, sobre todo en el cine de autor, porque hay filmes que son como los buenos vinos, que reposan y van ganando con el tiempo.
Quatretondeta se estrena en 19 salas.
Es un gozo que la película no tenga etiquetas claras, no es de autor ni comercial. Tenemos suerte de salir con tantas copias: esperemos que la gente la pueda disfrutar y esto no sea un arma de corto recorrido.