«Si los colegios usan desde siempre la literatura como herramienta de educación y transmisión cultural, ¿por qué no el cine?”.
Desde que supe de la iniciativa de la Academia para integrar el cine en las aulas, este pensamiento ha rondado constantemente mi cabeza.
Y no solo porque creo que el cine debería tener un merecido puesto junto a las páginas de Cervantes, Delibes o mi querido Ramón J. Sender con su Réquiem por un campesino español, sino porque la lectura es algo que tarda mucho tiempo y esfuerzo en estar al alcance de muchos pequeños, y el cine es una alternativa mucho más directa y sencilla de comunicación en edades tempranas.
Si menciono a Sender es porque yo fui uno de tantos críos que sudaba para engullir las novelas que me pedía leer el colegio. Estoy seguro de que hoy en día habría sido diagnosticado con cualquiera de los múltiples traumas o déficits con los que etiquetan a nuestros hijos. Pero en los ochenta no pasabas de asumir que tu cabeza simplemente no daba para aquello de digerir páginas.
Mi cerebro, puramente visual, me hizo tardar mucho tiempo en disfrutar con un libro. Durante años fui incapaz de terminar (o incluso empezar) muchos de los que había que leer en el colegio. Réquiem… fue mi bautizo tardío de aprecio por la lectura impuesta.
Por eso, cuando pienso en la posibilidad de ver cine y literatura yendo de la mano en las aulas, no puedo dejar de pensar en que no solo se llevaría a nuestro medio a un lugar que le corresponde, sino que de alguna manera estaríamos ayudando a muchos pequeños a entender mensajes de forma mucho más sencilla para sus cabecitas.
En una era en que la imagen domina prácticamente todos los ámbitos, suena anacrónico que el cine aún no forme parte natural de la educación. Ya toca.