De una película pueden surgir muchas más. Es el caso de El crimen de Cuenca, que tiene su génesis durante el rodaje de El perro, de Antonio Isasi-Isasmendi. En una pausa entre tomas, el actor irlandés Jason Miller, popular por su papel del padre Karras en El exorcista, se interesó por el lugar hasta donde le había llevado el proyecto, la provincia de Cuenca. El guionista Juan Antonio Porto, que formaba parte de un corrillo en el que también estaban la responsable de vestuario y guionista Lola Salvador y el actor Francisco Casares, comenzó a explicar un suceso real que había tenido lugar a principios de siglo. Cuando acabó, Miller fue entusiasta respecto a las posibilidades cinematográficas del relato, prendiendo la chispa de El crimen de Cuenca y sentenciando parte de la vida de Pilar Miró, que en ese momento había firmado una celebrada ópera prima, La petición, y cuyo destino quedaba unido sin saberlo al de los pastores conquenses protagonistas del relato.
La historia, como tantas otras en lo que se ha dado en llamar últimamente la España vacía, aflora en los límites de dos pequeñas aldeas: Osa de la Vega y Tresjuncos. En la primera, según la moral de la época, había “muchos elementos de izquierda”; la segunda estaba dominada por caciques. La inquina mutua se espesaba en frontera, en los escasos cinco kilómetros que separaban los poblados. En agosto de 1910, tras vender unas ovejas, el pastor José María Grimaldos, conocido por su escasa estatura y corto entendimiento como el Cepa, desaparece sin dejar rastro. Unas semanas después, ante una ausencia que se prolongaba sin explicación, comenzaron a circular rumores sobre su supuesto asesinato. Las gentes de la zona incluso especulaban con que se oía su voz en el campo reclamando justicia. Pronto se buscó un móvil –robarle el dinero de la venta de las ovejas– y se dio con dos sospechosos: León Sánchez y Gregorio Valero, pastores también y amigos del Cepa.
Fueron detenidos e interrogados, pero ante la falta de pruebas y la ausencia de cadáver, les pusieron en libertad. Los padres del Cepa, sin embargo, estaban convencidos de su culpabilidad. Dos años más tarde, con un nuevo juez en la comarca, el caso es reabierto y Sánchez y Valero vuelven a ser interrogados por la Guardia Civil. Esta vez, mediante violentas torturas que terminan por lograr una confesión del crimen, inducida por el relato que les imponen. En 1918 se celebra el juicio, en el que tras apenas 30 minutos de deliberación, el jurado les declara culpables y les condena a 18 años de cárcel. Como consecuencia de dos decretos de indulto por buen comportamiento, salen de prisión en 1925, quince años después de la desaparición del Cepa.
Apenas unos meses más tarde, el cura de Tresjuncos recibe una carta del párroco de una localidad cercana, en el que le solicita la partida de nacimiento de José María Grimaldos, porque quiere contraer matrimonio. La conmoción es inmediata. El juez ordena detener a quien “se hace llamar José María Grimaldos”, y es entonces cuando el Cepa regresa al pueblo y explica que se había marchado por un “barrunto”.
Llevar al cine un caso tan simbólico de violencia militar e institucional era más que arriesgado. La tortura sobrevolaba los años de la transición democrática, en los que las cúpulas militares –que no habían sido renovadas con el fin de la dictadura– amenazaban con un golpe de timón que revirtiera las libertades que se iban conquistando día a día. Sin embargo, el productor Alfredo Matas se mostró dispuesto a poner imágenes al crimen. Juan Antonio Porto y Lola Salvador trabajaron en diversas versiones de un guión que les iba separando. Mientras Porto era partidario de poner énfasis en el error judicial y relegar las torturas al fuera de plano, Salvador quería mostrar toda la crudeza de lo que había pasado sesenta años antes.
Matas optó finalmente por el libreto de Salvador, y contrató a Pilar Miró para que dirigiera la cinta. “Lo fundamental de El crimen de Cuenca es contar cómo se puede llegar a destruir a dos personas, cómo se les puede llegar a convertir en animales, tanto física como psíquicamente, a través de la aplicación de procedimientos salvajes”, explicaba la directora. Una pretensión que tardaría muchos años en poder llegar a los espectadores.
La cinta fue objeto de polémica desde el rodaje. En la provincia de Cuenca rechazaban que se asociase su nombre con tan nefasto hecho histórico, y desde la prensa y las instituciones locales se organizó una campaña de descrédito contra Miró, que ya tenía experiencia en torear críticas. El estreno de la película se programó para el 13 de diciembre de 1979 en los cines Proyecciones, Luchana y Carlton de Madrid. A continuación, se estrenaría en 16 ciudades más. Pero el día anterior, Alfredo Matas recibió una llamada del Ministerio de Cultura, para advertirle de que se suspendía la emisión de la licencia de exhibición –herencia franquista que entonces, con la Constitución en marcha, no era más que un simple trámite–, imprescindible para poder proyectar, y por lo tanto debía aplazar el estreno. Luis Escobar de la Serna, director general de cinematografía, había “dado traslado del asunto al Ministerio Fiscal por estimar que la película podía contener escenas constitutivas de delito”. El fiscal contaba con dos meses para pronunciarse. El subdirector general de Política Interior emitió un informe en el que calificada las escenas de tortura como “intolerables”.
Por primera y última vez ya en democracia, el 31 de enero de 1980 se ordena “el secuestro de la referida cinta y de todas sus copias […], ya que tanto por el planteamiento, duración de las escenas de tortura, núcleo central de la película, así como la crudeza de las misma, unido a la campaña actual que sobre las torturas se está llevando a cabo, constituye una vejación al Cuerpo de la Guardia Civil, de todo punto intolerable”.
Miró no se amilanaba en las entrevistas que concedía esos días, declarando que “da la impresión de que encima de la Constitución hay un tricornio”, o que “actualmente se ejerce la censura de la forma más innoble, que es diciendo que no la hay”. Mientras la cinta era retenida, la prensa bullía contra el secuestro y Televisión Española continuaba emitiendo los spots contratados para su estreno. El crimen de Cuenca no había llegado al público, pero ya estaba alcanzando el estatus de película simbólica. En este clima, el filme fue seleccionado a concurso en el Festival de Berlín, hasta donde habían llegado los ecos de lo que estaba pasando en España. Mientras, la película se iba viendo en innumerables pases privados en casa de cineastas e intelectuales, siempre que dispusieran de vídeo. Alfredo Matas fue citado por el juzgado militar; la presión sobre Miró era cada vez más asfixiante. Llegó a dejar anotado: “me encuentro tan vacía, tan sola, tan desamparada, que tengo miedo. Me gustaría tener el valor para quitarme de en medio. Pero la tristeza me quita hasta eso”.
El proceso de Miró
La directora se encontraba en Nueva York cuando recibió una llamada: la jurisdicción militar había dictado auto de procesamiento en su contra. La Guardia Civil se había presentado en su casa con una citación. El Código de Justicia Militar estaba en revisión, pero todavía se aplicó contra ella: de nuevo una ciudadana civil era llamada a ser juzgada por el aparato marcial en tiempos de paz, caso que se sumaba a otros como el de Albert Boadella y Els Joglars o el director de Diario 16. La polémica arreciaba. El 15 de abril se presentó ante la Justicia Militar, acompañada de su abogado y varios amigos. Fue interrogada durante un par de horas. Mientras esperaba el momento del juicio, debía presentarse cada semana en el Gobierno Militar.
El Festival de Cannes cursó invitación a la película para su Quincena de Realizadores, pero el Ministerio de Cultura no permitió que se exhibiese más que el tráiler. La directora viajó hasta el certamen de la Costa Azul, donde intervino en una mesa redonda junto a cineastas igualmente perseguidos por la justicia de sus países: un armenio, un tunecino y un paquistaní.
A la espera del juicio, mientras casos similares eran deshechos por los cambios en la jurisdicción militar pero el suyo incomprensiblemente seguía adelante, Miró rodó Gary Cooper que estás en los cielos y dio a luz a su hijo Gonzalo. Era febrero de 1981. El día 23, por la tarde, mientras cuidaba del bebé recién nacido en su casa, comenzaron las llamadas. La Guardia Civil había entrado en el Congreso. Los amigos instaban a la cineasta a abandonar el país u ocultarse lejos, con el presentimiento de que, si los sublevados obtenían el poder, irían a por ella. Cuando el monarca Juan Carlos I apareció en televisión de madrugada poniendo fin al conato de sublevación, todos respiraron aliviados.
Un mes después, en marzo, el proceso, que se extendía desde la desaparición de un pastor 75 años atrás, llegó a su fin. Se levantó el secuestro del filme y se sobreseyó el proceso. Miró declaró entonces: “he pasado el período más amargo de mi vida. Me decían que me fuera de España hasta que cambiara la legislación. El propio Felipe González me lo aconsejó, pero ¿por qué tenía yo que salir de España una vez muerto Franco, con una Constitución en vigor y por haber hecho una película perfectamente documentada? No se me ponía en las narices irme de aquí”.
La película por fin pudo estrenarse, a mediados de año. La polémica que la rodeaba, impagable en términos marquetinianos, hizo que dos millones y medio de espectadores acudieran a las salas, convirtiéndola en la cinta más taquillera del año. Pilar Miró, esa mujer “cactus” cuyo carácter superaba en popularidad a su propia obra, quedaría para siempre marcada por este crimen superpuesto. Su segunda película será eternamente la única cinta secuestrada militarmente de la democracia española. A no ser que, en algún punto perdido del campo castellano, a otro pastor le dé un barrunto.