El tema de este proyecto es Antonio del Amo, un cineasta y escritor que, pese a su carácter extraordinariamente representativo del cine y de la España de la Segunda República, la Guerra Civil y el Franquismo, ha sido muy descuidado por los estudios cinematográficos. Es muy revelador que, salvo un libro de conversaciones con él, no se haya publicado ningún trabajo monográfico centrado en su vida u obra.
El objetivo del proyecto es investigar la vida, la personalidad y la obra de Antonio del Amo y, de ese modo, cubrir una carencia muy llamativa de la historiografía cinematográfica. Se trata de profundizar en una figura del cine español que, aunque desconocida para la inmensa mayoría del público, resulta muy sugestiva. Se trata de un espejo muy preciso de las entrañas de nuestro cine -y de la España de buena parte del siglo XX-, de la verdadera condición del cineasta español y de las zozobras morales de multitud de creadores.
Antonio del Amo (Valdelaguna, Madrid, 9-9-1911; Madrid, 19-6-1991) pertenece a una de las primeras generaciones sacudidas por el invento del cinematógrafo. Tiene 19 años cuando se proclama la Segunda República y 27 al concluir la Guerra Civil. Esos ocho años los vive en Madrid de un modo apasionado y frenético. Su amor por el cine y su fe en la ideología comunista lo llevan a erigirse -como escritor y animador de cineclubs-, en un gran agitador del efervescente ambiente cinéfilo en la España de la Segunda República y, durante la guerra, a trabajar, como ayudante o director, en documentales sobre la contienda producidos por el bando republicano, algunos en compañía de Luis Buñuel o Rafael Gil, al que salva la vida cuando iba a ser fusilado por su adhesión al bando nacional.
Al concluir la guerra es detenido. Piden para él la pena de muerte pero, trazando una impresionante simetría, ahora es Rafael Gil quien interviene para salvarle la vida. Pasa tres años en la cárcel, donde coincide con el poeta Miguel Hernández y con Venancio, camarada comunista y padre del futuro actor José Sacristán. Al recuperar la libertad, viejos amigos de la época de las revistas y cineclubs -Antonio Román, el propio Rafael Gil, cineastas afines al franquismo- lo protegen camuflándolo como ayudante de sus películas.
Su labor de ensayista cinematográfico es muy relevante. Ningún otro cineasta español de cierta envergadura tiene una obra escrita más voluminosa e interesante. En la década de los cuarenta publica sus dos primeros libros: en 1945, con 33 años, un volumen de más de 400 páginas, Historia universal del cine y en 1948 El lenguaje del cinema, al tiempo que se incorpora como profesor de interpretación en el recién nacido Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), el centro donde se forman Bardem y Berlanga. Su erudición y finura analítica son extraordinarias, sobre todo en alguien completamente autodidacta como él, y en algunos de sus planteamientos teóricos es un pionero.
Como cineasta, su gran ilusión es dirigir películas en las que volcar su sabiduría y reflejar sus inquietudes e ideales: un cine de alto valor artístico, ideológico y social, que sirva para remover conciencias y mejorar el mundo. Esa es la clase de cine que él reivindica en mayo de 1955, durante las Conversaciones de Salamanca del cine español.
Pero enseguida repara en la capacidad de la realidad para arruinar expectativas, hacer tambalear ideales y triturar ilusiones. Esa realidad corresponde a una industria, la del cine español, y a un país, la España franquista, en los que resulta particularmente complicado salir adelante. Sobre todo para alguien como él, incapaz de abdicar de su ideas comunistas o de sucumbir a la tentación de hacer un cine al servicio descarado de la dictadura, aunque, por puro instinto de supervivencia, haya descartado cualquier implicación política o proyecto ideológicamente subversivo. Como gran paradoja, tres de sus primeros largometrajes, escritos por su amigo Manuel Mur Oti, los financia un productor insospechado, Johannes W. Bernhardt, un antiguo general alemán de las SS que había servido de intermediario entre Franco y Hitler. Bernhardt utiliza la empresa Sagitario Films para blanquear la fortuna acumulada en España durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
Algunas de sus películas hasta mediados de los años 50 -Cuatro mujeres, El huésped de las tinieblas, Noventa minutos, Día tras día, El sol sale todos los días o, especialmente, Sierra maldita, premio a la mejor película en el Festival de San Sebastián de 1954- le hacen sentir satisfecho. La crítica lo encuadra en la generación de “los renovadores”, junto a José Antonio Nieves Conde, Manuel Mur Oti o Arturo Ruiz Castillo. Pero comprende algo decisivo: el cine que le gusta no permite ganarse la vida. Lo que funciona, lo que seduce a ese español medio semianalfabeto y de extracción rural, es otra cosa. Lo había comprobado con El pescador de coplas (1953), una película con Antonio Molina. Él aborrecía el proyecto –“era una birria”, confesaría- pero lo aceptó con la intención de que su previsible éxito facilitara el rodaje de Sierra maldita y Reyerta, dos proyectos que adoraba pero que permanecían atascados. Sierra maldita se había logrado rodar, pero Reyerta seguía bloqueado. En ese momento, el guionista de El pescador de coplas, Antonio Guzmán Merino, amigo de los años republicanos, le habla fascinado de un niño cantante de Jaén al que ha descubierto en la radio, Joselito. Al escucharle, Del Amo siente de inmediato que “ese niño llevaba dinero dentro” y, con Guzmán, proyecta una película a la medida del niño, con la ilusión de ganar el suficiente dinero para hacer posible Reyerta.
El éxito colosal de las películas protagonizadas por Joselito en la segunda mitad de esa década, que él mismo coproduce – El pequeño ruiseñor, Saeta del ruiseñor, El ruiseñor de las cumbres- da un vuelco a su vida. Le proporciona confortabilidad económica y le permite mantener a su familia -tiene cuatro hijas- pero le desata severos conflictos de conciencia y lo enreda en una dinámica que lo desborda y de la que no es capaz de salir. “El dinero me encanalló”, reconocería luego. En 1960 escribe un librito formidable, La batalla del cine, en el que insinúa que aún no ha perdido del todo la esperanza. Pero es inútil. Su carrera se le va de las manos y se acaba convirtiendo en el tipo de director que él abomina.
Como último gesto quijotesco y romántico, en 1971, se obstina en construir, a deshora, en contra de las advertencias de gente tan cercana como el operador Juan Mariné y en un lugar equivocado – Los Negrales, Alpedrete, a unos 40 km de Madrid-, unos estudios de cine, Los Apolo. Apenas se utilizan. Del Amo se arruina, los estudios salen a pública subasta y un sobrino suyo, el director de cine José Luis Madrid, al que maldice, se queda con ellos.
Sus últimos 25 años los emplea en escribir libros que autoedita (Estética del montaje, 1972; El vídeo-estilo, 1984), hacer películas que detesta y tratar de levantar proyectos que una y otra vez se quedan en agua de borrajas.
A los 73 años, en la solapa de El vídeo-estilo, escribe un texto en el que, admite, sin ambages, su sensación de derrota: no había logrado parecerse demasiado al modelo de cineasta que siempre quiso ser, desde que Buñuel le dejaba la cámara y, lleno de coraje, se arrojaba a la calle en los primeros días de la Guerra Civil para registrar la peor cara de España.
En realidad, el balance de su trayectoria era más que estimulante. Podía presumir de algunas obras de cierto prestigio; de una de las sagas más populares de la historia del cine español; de haber dejado ensayos y reflexiones cargados de lucidez, honestidad, conocimiento y un afán autocrítico casi desconcertante; de haberse mantenido a flote en la España de la dictadura sin renegar de su ideología ni haber hincado la rodilla ante el franquismo e, incluso de, en plena Guerra Civil, haber salvado la vida a un amigo y colega de ideas contrarias a las suyas. Pero en su ánimo pesa demasiado la pesadumbre de haber quedado muy lejos de sus sueños de juventud y de, por diferentes motivos -especialmente, la pura necesidad de sobrevivir- haberse sentido empujado a hacer, a menudo, un cine en contra de sus convicciones.
Mirada con distancia, la aventura de su vida es un reflejo muy preciso del cine y de la España del siglo XX y, desde luego, de la propia condición de cineasta: el cine es un mundo implacable donde casi nadie logra acercarse a lo que alguna vez soñó. Las carreras de la inmensa mayoría – Charles Chaplin y el resto de los ídolos de Antonio Del Amo incluidos-, están repletas de chascos, renuncias y desilusiones.
Hacia el final de su existencia, convive con su hija María Jesús y su nieto Rodrigo, de 9 años. Ese chico brillaría en el siglo XXI como uno de los grandes cineastas españoles: Rodrigo Sorogoyen.
Sufre una muerte atroz, arrollado por un automóvil mientras cruza una carretera cerca de Madrid, el 19 de junio de 1991. Pero la noticia, como una metáfora del propio Antonio del Amo, pasa demasiado inadvertida.