Hay una parte de él que siempre busca el humor y el amor a la hora de trabajar, lo que le lleva a rodearse de gente con la que pueda entenderse y que, en muchos casos, terminan convirtiéndose casi en familia. Al grito de ‘Miguelín’, como cariñosamente le ha llamado Pepe Sacristán durante el rodaje de Las furias, Miguel del Arco se ha estrenado como realizador en la gran pantalla. Curtido en mil batallas televisivas en las que el mandamás era José Luis Moreno, entregó durante meses como guionista un libreto de sesenta páginas a la semana y como director llegó a rodar 24 secuencias en una jornada. «Una escuela de disciplina brutal» antes de encontrar el que ha sido su lugar en el arte durante años: el teatro, su hogar y su abrigo. Se muestra capaz de concentrarse compartimentando mucho. Le espera un otoño movido con la puesta en marcha del recién adquirido Teatro Pavón junto a tres compañeros, el estreno de su primera película con la que pasará por la Seminci y la escritura de dos obras que verán la luz en la temporada teatral que entra. Pero Miguel del Arco se activa trabajando, estar ocupado continuamente carga de sentido todo lo que hace. La serenidad la deja para sus días en el campo, que le conectan con la España real, aquella que le hace dar codazos al de al lado mientras se queda obnubilado con las actitudes y las conversaciones de los chicos en el río. «La gente que nos dedicamos a esto vivimos en una burbuja cultural, pero la realidad del país es la que está en televisión».
La familia de los Ponte Alegre protagoniza su ópera prima, ¿por qué trajinaban esos personajes en su cabeza?
Vengo de una familia muy numerosa y me he tenido que sentar con ellos para decirles que no tiene nada que ver con nosotros. Aunque somos una piña, en todas las familias hay ese tipo de fricciones que te hacen pensar de vez en cuando qué demonios hace tu hermano o por qué se comporta así tu madre. Hay una parte incomprensible de querer mandar a todos a tomar viento, pero igualmente anhelas que el vínculo sea cada vez más fuerte. Me produce mucha curiosidad que el cine español no haya reflejado a la familia con contundencia.
¿Qué provoca su salto al cine?
Esto nació casi como un encargo. Fernando Bovaira vio Veraneantes y quiso que escribiese algo parecido. Se incorporó también al proyecto Gonzalo Salazar-Simpson. Para mí era primordial que el entendimiento entre las partes fuese absoluto y, aunque son tipos muy inteligentes con una visión extraordinaria, finalmente nuestros modos de trabajar no encajaron.
¿Se desanimó?
Tenía una ventaja, y era no tener una necesidad imperiosa de hacer una película, sí unas ganas locas de hacer cine pero no a toda costa. Tenía una parte muy llena que era el teatro, y si hacía cine tenía que ser de una manera parecida.
Aparece después en el proyecto Pedro Hernández Santos, productor de Magical Girl.
Me llamó un día después de que Majós [representante] le enviase el guión. Quería hacer la película. Creo que hasta cuando tengo mala suerte, tengo buena suerte. Me he encontrado un tipo en el camino tan kamikaze como yo y la alianza con Pedro es lo que ha hecho posible Las furias.
Humor y amor
¿Trabajó el guión de manera especial?
La escritura me hace zozobrar un poco, lo llevo mal porque soy hombre de equipo, me gusta estar en rodaje, ensayos o funciones. Por eso quizá no tengo una fórmula única a la hora de afrontar mis textos. En este caso, escribí muchas páginas de entrevistas a Marga, Leo y el resto de personajes, algo que hace mucho mi compañero Alfredo Sanzol. Ahí se fue conformando el árbol genealógico de los Ponte Alegre.
Cuenta con un reparto soñado.
Tengo la suerte de que muchos son familia. Puse cara a los personajes para que a terceros les fuese más fácil leerlo, y salvo los personajes de Sacristán y Sampietro, que los cambié, todos son los actores que estaban en esa lista.
Siempre se le califica como gran director de intérpretes.
Con ellos nunca me quedo en blanco, siempre tengo algo de donde tirar para echarles una mano. Nunca pierdo la paciencia, sí con la falta de actitud. Las jornadas en las que trabajamos son muy largas y no quiero añadir ni una gota más de irritabilidad a todo esto. Hay una parte en mí que siempre busca el humor y el amor en el trabajo, tengo muy lejano el umbral del grito.
¿Rodar cine le ha resultado un proceso muy áspero?
Las jornadas en cine son durísimas. Mateo Gil me decía que hay una parte del cine que es casi una cuestión de resistencia física. Yo pensaba que tenía mucha energía, pero me di cuenta de que tiene toda la razón. Fue terrible la lucha con mi propia frustración.
¿Cómo lo recuerda?
Durante todo el rodaje los actores y yo vivimos en una casa rural en las que nos preparaban cenas maravillosas con verduras de la huerta. Eran momentos delirantes de risa, hubo grandes meadas literales porque Carmen Machi y Gonzalo de Castro juntos son sensacionales. Pero después llegaba a la habitación y se me caía una losa encima. “¿Qué has hecho hoy”, me preguntaba. Puedo llegar a ser muy obsesivo, pero en teatro siempre tienes la posibilidad de volver a empezar y en cine no, lo que haces hoy es lo que te llevas para el resto de tus días.
Esto no le impidió que Las furias mezcle comedia y drama con soltura…
Esa mezcla salvaje es el tono que tiene la vida, uno va por la calle con una tragedia inmensa y oye risas por la calle que le molestan profundamente. ¿Por qué no se para el mundo para verme sufrir? Pues no, el mundo no se para por nadie.
Pila y energía
¿Qué espera del público?
Llevo tanto tiempo dando vueltas a Las furias que la confrontación con el espectador me excita de una manera portentosa, eso es para mí pila y energía. Me gustará ir a un cine sin que nadie sepa que estoy allí. He aprendido muchísimo de escritura dramática y de personajes viendo funciones a diario. En cine no podré cambiar nada, pero sí aplicar en el futuro las reacciones del público.
¿Y de la taquilla?
Yo siempre quiero ser comercial, si comercial es tener la sala llena.
¿Le preocupan las críticas?
Una crítica de La violación de Lucrecia me afectó mucho, y me di cuenta que no tenía sentido que una opinión personal me pudiese hacer tambalear, a mí mismo y al trabajo de meses. De la película hablarán de la teatralidad, estoy hecho a la idea aunque a mí no me parece que lo sea. ¿Qué puede hacerse en un escenario? Todo, hasta Ben-Hur o Los diez mandamientos, y que la gente crea que el mar se abre ante sus ojos.
¿Se resigna?
No, porque utilizo muchos audiovisuales en mis montajes teatrales y me dicen que hago espectáculos muy cinematográficos. Ha sido una constante en mi vida: empecé siendo bailarín y cuando llegué a la escuela de arte dramático me lo achacaban; cuando estudié canto, me decían que era más actor. Luego he escrito, he dirigido… Aquello de la etiqueta carece completamente de sentido.
Un país que se queda atrás
Viniendo del teatro estará cansado de responder cuestiones sobre el IVA cultural…
No me canso jamás porque es intolerable y es criminal para la cultura española. Iban a darme un premio en la Comunidad de Madrid y antes de salir alguien intentó aleccionarme: “Miguel, han tenido una deferencia muy importante contigo y estáis un poco pesados con el IVA”, además con cierto tono paternalista. Salí y me volví loco. Yo acabo de coger un teatro, voy a poner Hamlet y, aunque llene al 100% el Teatro Pavón todos los días, la función es deficitaria. No es que estén haciendo que gane menos dinero, es que están haciendo imposible mi profesión.
¿Cree realmente que es una cuestión que importa a la clase política?
En absoluto. Ha habido un desprecio endémico en este país hacia la cultura. No importa, no cuenta. La cultura no aparece en muchos programas electorales, y podrá ser que electoralmente no tenga mucho tirón. Pero tú, como político, como alguien que sueña con una nación mejor, deberías ponerla porque sabes que un país que no apuesta por la educación y la cultura es un país que se queda atrás.
¿Piensa ya en su segunda película como director?
Cuando terminé el rodaje tenía la sensación de que había sido muy duro, pero me habría metido en otra película a la semana de haber acabado. Ahora que Pedro me pregunta por algún guión, le digo que tengo una historia que escribí, pero pensé que no iba a ser posible: la narración de un hombre que cumple condena y vuelve a su pueblo. Estaré para él cuando quiera.
En Las furias se dice que “las palabras son importantes”. ¿Qué poder le otorga a la palabra en estos tiempos que corren Miguel del Arco?
Para mí, la palabra es importante porque es la que nos configura como seres humanos, y es curioso porque de eso va mi próximo montaje teatral: Refugio. Una familia en la que todos, de una forma u otra, han perdido la voz. Tienen a un refugiado en casa que se niega a hablar porque ha perdido a su mujer, el padre (Israel Elejalde) es político y tergiversa la palabra continuamente, la madre (Emma Suárez) es una cantante de ópera que ha perdido la voz, la abuela (Gloria Muñoz) luchó en la Transición y solo tiene verbos para conjugar pasado pero no para conjugar futuro; y dos hijos, ella que piensa que no tiene voz ni espacio, y él que juega a los videojuegos y la voz para él solo es Start Game o Game Over. Estamos en un momento de discurso de una crispación tal que se ha extendido como un virus. La palabra se vuelve ofensiva, no es un elemento de comunicación sino un elemento distanciador. Es terrorífico.