Innumerables cinéfilos del mundo fantaseaban con poder ver otra película suya. ¿Qué le ha llevado a decidirse por un nuevo largometraje de ficción y no otro formato?
Los cortos y mediometrajes que he rodado en los últimos veinte años son también películas. Los cinéfilos interesados –no sé si son los mismos de los que usted habla– han tenido, más o menos, oportunidad de verlas… Es la necesidad quien me ha llevado a escribir y dirigir un largometraje de ficción, con actrices y actores profesionales.
¿Desde cuándo habita la historia de Cerrar los ojos en su mente? ¿Cómo ha cambiado con el tiempo?
Desde hace unos ocho años. Sí, con el tiempo fue cambiando. Espero que para mejor.
¿Qué sintió al ponerse al frente del equipo el primer día de rodaje?
La alegría de empezar a rodar una película en la que creía. Y casi de inmediato, la preocupación por cumplir el plan de trabajo: una sola jornada para completar en Asturias todos los exteriores de Triste le Roy.
¿Han cambiado muchas cosas en su manera de hacer cine en este medio siglo de carrera?
Lo que ha cambiado es la manera en que se producen, realizan y consumen las películas. Del proyecto original de los hermanos Lumière ya solamente queda la sala. Que con frecuencia es tratada por el audiovisual como residuo de un tiempo que se fue.
El paso del tiempo, la memoria y el propio cine son elementos principales en la cinta. ¿Cree que lo son también de su obra general?
Si eso lo dicen quienes saben, algo tendrán que ver. Intento no pensar en esas cuestiones abstractas a la hora de abordar un proyecto.
«La sala es tratada por el audiovisual como residuo de un tiempo que se fue»
Max anima a Miguel a envejecer “sin temor ni esperanza”. ¿Es así como cree que se debe llegar a la tercera parte de la vida?
Eso lo expresa uno de mis personajes. Es muy posible que él sepa más que yo sobre el tema.
Presenta Cerrar los ojos en San Sebastián, su ciudad, donde recibirá el Donostia medio siglo después de su Concha de Oro por El espíritu de la colmena. ¿Qué recuerdos son los primeros que le vienen a la cabeza cuando piensa en el certamen?
Son muchos. Puede decirse que vi nacer y crecer ese festival. Pero naturalmente en mi memoria destaca el premio que recibió El espíritu de la colmena hace 50 años. Era mi primer largometraje. Fue algo especial, algo que solamente ocurre una vez.
Sus tres largometrajes suelen ser calificados como obras maestras. ¿Afecta el criterio externo a su relación con su propia obra?
No lo sé. Lo que de verdad me afecta es que no entren en consideración mis otros trabajos, aquellos a los que he dedicado también lo mejor de mí mismo.
¿Cree que las películas que no ha llegado a rodar también han formado parte de su carrera?
En cierto modo es así. Hay por ahí un libro muy interesante que habla de todas aquellas películas prometedoras que nunca llegaron a hacerse. Se quedaron en eso: en promesas incumplidas. En la vida de un cineasta cuenta mucho el tiempo dedicado a esa clase de empeños. Pueden no llegar a buen puerto, pero siempre se aprende algo.
Tras un siglo largo de arte cinematográfico, ¿cree que aún quedan imágenes nuevas por revelar a través de las películas?
Habría que preguntarse qué es hoy lo nuevo. Saber si nos referimos al cine o al audiovisual. No son lo mismo. Lo que me parece evidente es que vivimos en medio de una enorme polución de la imagen. Y uno de los problemas que suscita es cómo capturar una imagen verdadera. La tecnología, por muy desarrollada que esté, por mucho que haya aumentado las posibilidades de cálculo y control, no resuelve esa cuestión fundamental.
¿Qué siente al ser el protagonista este año con el Premio Donostia?
Agradecimiento.