Charo López, Espiga de Honor de la SEMINCI: “Soy una actriz de muchos temores”

Por Enrique F. Aparicio · 23 octubre, 2020

En la primera obra de teatro que interpretó, Charo López iba metida dentro de un tonel. Fue durante sus años en la facultad de filosofía y letras de su ilustre Salamanca natal, un “mundo nuevo” donde respirar algo de aire fresco en mitad de la represión franquista y machista de la España de los sesenta. Poco tiempo después, cuando ya trabajaba como maestra, se topó con la diatriba de seguir dando clases o convertirse en actriz a tiempo completo. “Ganó Gonzalo Suárez”, explica, que con Ditirambo la introdujo en el oficio cinematográfico. Tras su primer día de rodaje no durmió ni un minuto. Y, cuando llegó la hora de volver a ponerse delante de la cámara, descubrió que eso era lo que quería hacer el resto de su vida. Desde aquel día hasta Baby, de Juanma Bajo Ulloa –su última aparición en la gran pantalla–, un centenar de personajes en cine, teatro y televisión se acumulan dentro de una mujer que deslumbró por su belleza, a menudo comparada con la de Ava Gardner, y conquistó al gran público alcanzada la cuarentena. Una carrera de muchos gozos y alguna sombra.

Usted es de Salamanca y el primer galardón que recibe por toda su carrera se lo conceden en Valladolid.

Este tipo de reconocimientos te conecta con lo mejor que tiene mi profesión. Es una alegría porque trabajar en esto toda la vida es un esfuerzo muy grande que requiere no solo de talento y perseverancia, que por supuesto, sino de mucha suerte. Esta espiga es una alegría y se lo agradezco inmensamente a Javier Angulo, el director de un certamen al que yo ya acudía cuando se llamaba la Semana Internacional de Cine Religioso y de Valores Humanos, imagínate.

¿Le ha hecho este premio echar la vista atrás?

Yo soy de echar la vista atrás, adelante y en medio. Mi carrera siempre me da que pensar, porque ha sido muy intensa, tengo muchos recuerdos. Me ha hecho vivir mucho, conocer mucha gente… Es mi vida. Le he dedicado mi vida al trabajo, y nadie se puede abstraer de lo que ha vivido. Yo lo tengo siempre presente.

¿En su familia había querencia por las artes, por el teatro?

Mi madre era muy cómica, muy divertida. Imitaba personajes, nos moríamos de la risa. En mi casa hacíamos todas las noches cabaret, nos metíamos en un cuarto después de cenar y hacíamos números. Y yo he salido a mi madre: exteriorizo, soy muy payasa, me gusta imitar. Eso genera un caldo de cultivo.

El hecho de vivir en Salamanca también ayudó mucho. Después del bachillerato me matriculé en la facultad de filosofía y letras, por lo que entré en un ambiente especial, selecto. Entré en contacto con personalidad como Lázaro Carreter, estudié griego y latín, leí mucho. Y un buen día, unos estudiantes de Derecho y Medicina me invitaron a hacer una representación teatral. De pronto me vi en un colegio mayor haciendo Final de partida, de Beckett, metida en un tonel. No sabía muy bien qué significaba nada, pero había entrado en un mundo que me atraía, donde todo era nuevo. Después hice Los inocentes de la Moncloa, una experiencia increíble. Yo no sé si lo hacíamos bien o mal, pero me lo pasaba bomba.

Cuando me casé y me vine a Madrid, aunque yo ya estaba dando clases, acudía a la Escuela de Cine. Hice una práctica por ejemplo con Cecilia Bartolomé. Un día me encontré con la diatriba de seguir dando clases como maestra o convertirme en actriz. Y pudo más Gonzalo Suárez, que en ese momento me llamó para hacer Ditirambo.

Ha nombrado a Cecilia Bartolomé, una de las pocas directoras que salieron de la Escuela de Cine.

No había muchas. El hombre ha ocupado tradicionalmente los puestos de poder, por lo que era difícil convertirse en directora de cine. Ahora cada vez hay más. No se trata de que haya una paridad absoluta, porque tendrán que dirigir aquellas personas que lo sientan y lo hagan bien independientemente de su sexo, pero entonces era muy difícil.

Lo más natural

¿Cómo era el ambiente en la Escuela?

Fantástico. Estar rodeada de chicos y chicas jóvenes, amantes del cine, guionistas, actores, gente de producción… Allí conocí a José Luis Egea, a Jesús García de Dueñas [con el que se casó en 1965], a Pedro Olea… Estar con ellos cuando tenían apenas 25 años era maravilloso. Era un contraste enorme respecto al mundo exterior. No habíamos conocido otra cosa, pero hablábamos, leíamos, veíamos cine y viajábamos, por lo que nos dábamos cuenta de que España era un país siniestro, con prohibiciones y censura. La Escuela fue el lugar donde se libraban aquellas batallas, y donde te sentías respirar. Era otro mundo.

Habiendo nacido en el franquismo, ¿le resultó sencillo tomar consciencia del régimen en el que vivía?

Fue poco a poco. En los grupos en los que empecé a moverme en la universidad desde luego ya éramos conscientes de que el franquismo tenía que caer, pero no podías hablar de cualquier cosa en cualquier sitio, de eso eras perfectamente consciente. Un día de jovencita iba cogida de la mano con un chico y un señor nos separó de un manotazo y me dijo “¡se lo voy a decir a tu padre!”. Si me pasa hoy le pego una patada, pero entonces te enseñaban que tú eras la culpable. No te planteabas “esto no debería ser así”, porque no conocías otra cosa.

«Lo de pasar al lado de un señor y que te coja del culo lo vivimos todas»

El régimen se solapaba con el machismo de la época.

Claro, aunque por suerte creo esta profesión mía nos iguala bastante. Puede haber machismo porque todos hemos recibido una educación machista, pero en el cine siempre ha habido más equilibrio. Si una mujer era la protagonista, por supuesto que cobraba más que sus compañeros. Pero qué te voy a contar, lo de pasar al lado de un señor y que te coja del culo lo vivimos todas en esa época, o que te digan “si no haces esto, no vuelves a hacer cine”. De eso he vivido muchas cosas. Y lo que te hacía era ser cada vez más beligerante, tomar más partido por las mujeres y los hombres que pensábamos igual.

Cuando murió Franco yo estaba rodando en Sevilla. Paramos el rodaje, celebramos, festejamos. A partir de ahí veías cómo cambiaba el color, la cara de la gente. Podíamos respirar. Aunque el franquismo no ha desaparecido, porque pones la tele y sigue ahí. ¡Qué castigo! Hay que estar muy vigilantes, no hay que permitirlo.

¿Cómo recuerda su primer día de rodaje?

Lo recuerdo como si fuera hoy y me da la risa, ¡qué lástima! Yo era muy pequeña, y Gonzalo [Suárez] ya era un hombre de prestigio, por lo que me imponía mucho respeto. Yo era una perfecta ignorante, no sabía lo que era la profesión. Me vistieron con una minifalda, unas botitas y una blusa, y yo me veía gorda y horrible. Tenía mucha inseguridad. Gonzalo me dio indicaciones y yo me quedé en blanco. Me preguntó si no me sabía el guion, y le dije: me lo he leído, pero no sé si me lo sé. Me fui al baño a aprendérmelo. Qué temblores, qué inseguridades. Por la noche, cuando llegué al hotel, me quedé toda la noche sentada pensando en el rodaje, en qué había hecho. Hasta que se hizo la hora de volver al rodaje, y me di cuenta de que eso era lo que más me apetecía hacer en la vida: ir a rodar.

¿Los rodajes enganchan?

Eso tiene sus matices. Ir a rodar no es ir a un balneario. Los rodajes tienen sus tensiones, se suman las tuyas y las propias del trabajo. Yo no soy una actriz que vaya pisando fuerte y comiéndome el mundo. Tengo muchos temores, mucha inseguridad y miedos. Para mí un rodaje consiste sobre todo en haber entendido la historia que quiere contar el director. Que la cuente él, yo no me permito interpretarla a mi manera. Por eso el resultado depende en buena medida de que el director me cuente bien las cosas y de que crea en mí. Si eso ocurre, voy muy segura. Pero antes de eso tiene que haber un cierto arrebato con la historia. Cuando leí el personaje de Clara Aldán en Los gozos y las sombras lo sentí, dije: esto es mío.

¿No le gusta proponer su visión sobre sus personajes?

Nada, nada. Si creo en el director y en el personaje, me dejo hacer. Si propongo algo es porque estoy sumamente segura, y nunca me han dicho que no. Pero prefiero dejarme llevar por el territorio del personaje y del director. Si te gusta el personaje, siempre llegas a buen puerto.

La soledad era eso

Los gozos del éxito

¿Ha descubierto cosas de sí misma a través de sus personajes?

Muchísimas. Viniendo del franquismo puro y duro, algunas frases que decía en Los gozos… resonaban en mi vida. En un momento dado mi personaje le decía al cacique “yo quiero ser virgen, y si veo a los hombres peco, porque me gustan”. Esa mujer reprimida habíamos sido todas.

Con la miniserie de TVE, adaptación de Torrente Ballester, le llegó la gran popularidad.

Yo había hecho muy buenas películas, auténticas joyas con Gonzalo y hasta alguna cinta de culto. Pero Torrente Ballester me colocó en el lugar más estupendo de mi carrera, porque con Los gozos y las sombras llegó el espaldarazo popular. Cuando un trabajo trasciende de esa manera tan total te alegras de haberlo hecho, aunque probablemente hayas hecho cosas mejores, de más prestigio. Los gozos… fue una maravilla, pero no quiero despreciar mis trabajos anteriores, que me llevaron hasta ahí. Porque si no hubiera hecho la Mauricia de Fortunata y Jacinta, probablemente no habría llegado Los gozos… Fue un personaje que hice con verdadera avaricia, y me salió muy bien. Ahí empecé a recibir premios. Pero sin el triunfo popular, muchas veces las carreras no despegan. Es muy duro decir esto, porque hay muchos actores a los que no les llega nunca.

Nosotros trabajamos para el público, pero a veces simplemente lo que hacemos no llega. Hay muchos factores que se tienen que poner a favor para que ocurra. Te podría decir cinco o seis títulos de verdaderas maravillas que he rodado y que me da la impresión de que solo he visto yo. Por ejemplo Ánima, de Titus Leber, basada en la ‘Sinfonía fantástica’ de Berliot. Una cinta experimental, fantástica, y que quedó en nada.

¿Es más saludable la fama a los cuarenta que a los veinte?

La suerte llega cuando llega, a veces tarde y a veces nunca. Depende de cómo seas como actriz, qué personajes te ofrecen, con qué directores te encuentras…

«Trabajamos para el público, pero a veces lo que hacemos no llega»

¿Cambiaron los papeles que le ofrecían a partir del éxito popular?

Sí. A partir de ese momento pasó algo extraordinario: podía decir no. Me colocó en una posición muy buena, desde entonces no he parado de trabajar, tanto en teatro como en cine. Pude ir a Argentina para ser dirigida nada más y nada menos que por Carlos Gandolfo en Una jornada particular, con Pepe Sacristán, Tengamos el sexo en paz, con José Carlos Plaza… Los papeles van cambiando porque cambia la vida y cambia tu edad.

El público argentino tuvo un idilio con usted.

Y viceversa. Los gozos… había sido muy popular allí y cuando llegué ya tenía un nombre y la gente me conocía. He ido varias veces y siempre ha sido fantástico.

Secretos del corazón

Secretos y comedias

El otro punto de inflexión en su carrera es Secretos del corazón, el papel que le dio el Goya.

Yo creía mucho en Montxo Armendáriz, que nos dirigió muy minuciosamente. Trabajar con Vicky Peña fue un regalo, porque es una actriz muy grande. Hicimos la película en un clima estupendo, que facilitó el trabajo. Mi personaje y el de Vicky no llevaban el peso de la historia, pero cuando tienes un papel de peso da igual que no sea protagónico. Tengo recuerdos estupendos tanto del rodaje como de lo que vino después.

Sus papeles más icónicos son dramáticos, aunque siempre ha declarado su querencia por la comedia.

Lo que más he deseado hacer es comedia, pero no me ha llegado mucha. De joven solamente en un Estudio 1 con Antonio Hernández. Vi que podía con ello y que creían en mí. El verdadero éxito fue Tengamos el sexo en paz, con la que estuve años, con varias giras. Dije “¡por fin! Esto me lo he ganado yo”. Fui a Bolonia a ver al autor, Dario Fo, a pedirle los derechos. Fue una aventura desde el primer momento, y salió de maravilla.

«El físico ha sido un componente tremendo en mi vida»

¿Le hubiera gustado hacer más comedia en cine?

Sí, y la pienso hacer. A mí no me hables en pasado [ríe]. Tengo un texto extraordinario entre manos, del que no quiero hablar mucho porque no se debe, pero de ahí puede salir una buena comedia. Ya no tengo que atender tanto al físico –que es un componente tremendo que en mi vida ha sido determinante–, aunque me siguen exigiendo. Es una lata.

Su última intervención en cine es en Baby, de Juanma Bajo Ulloa.

Es un papel pequeño, que he hecho por admiración a Juanma y por disciplina conmigo misma, porque tengo que acostumbrarme a que sea así lo que haga ya. El guion es maravilloso, y la película es inquietante.

¿Cómo se siente siendo un referente para muchas actrices jóvenes?

No sabe, no contesta. Pon eso.

¿Qué les diría a esas debutantes después de medio siglo de profesión?

Me viene a la cabeza una frase de Gonzalo Suárez que dijo hace poco en una entrevista: que se pongan la mascarilla.

¿De quién se va a acordar cuando recoja la Espiga de Oro en Valladolid?

De todos mis compañeros. De los que están luchando sin poder trabajar y todavía tienen mucha carrera por delante. En este parón horrible, me acordaré de ellos.

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