Hace un tiempo, leí en el mítico libro de Walter Murch El instante del parpadeo que el montaje se podía abordar como si estuvieras trabajando una escultura en arcilla o en mármol. Es decir, construir la pieza añadiendo lo que vas necesitando y quitando lo que sobra, buscando la forma escondida en el bloque de mármol.
Trasladando esta idea al rodaje de una película, creo que podría ser algo así como construir la escena según la has visualizado en tu cabeza, creando y ordenando los elementos para que se acomoden a esa visión previa, como hace Wes Anderson, caso extremo, o bucear en la escena para encontrar el punto de vista de la cámara, como en aquellas pelis del DOGMA95, caso extremo también.
Creo que la mayoría estamos en un lugar intermedio, yo al menos. Me gusta visualizar y preparar lo más posible antes del rodaje y luego estar atenta a lo que surge en el momento, lo que se revela ahí mismo. Esa es mi zona de confort.
Sin embargo, en el caso de Las chicas de la estación, desde el principio intuí que el proceso creativo iba a ser diferente. Sabía a dónde quería llegar, pero ni idea de cómo iba a ser el camino. En una historia basada en hechos reales, que habla de abusos sexuales a menores tuteladas, lo que sí tenía claro es que necesitaba que la película fuera lo más auténtica y honesta posible, y que tenía que asomarme a lo turbio y desagradable de algunas situaciones pero sin pasar la línea del morbo. Esto me llevó a tomar algunas decisiones.
La primera, buscar un casting desconocido, sobre todo en los personajes principales y más jóvenes. Con la complicidad de Eva Leira y Yolanda Serrano, iniciamos una búsqueda que se prolongó más de ocho meses por diferentes lugares de España. Fuimos por institutos, centros de menores, asociaciones, agrupaciones deportivas, redes sociales… Hicimos miles de pruebas hasta que dimos con las increíbles Julieta Tobío, Salua Hadra y María Steelman, que dan vida a Jara, Álex y Miranda.
Los ensayos con ellas se prolongaron varios meses y me los planteé como una forma relajada de conocerlas y generar confianza. No solo tenían que dialogar, tenían monólogos complicados, canto, baile… Y no sabía si iba a poder rodar el guion tal y como estaba escrito o trabajar desde la improvisación. Le pedí a Isa Sánchez, coguionista, que escribiera nuevas secuencias. Secuencias que irían antes o después de otras que sí estaban en el guion. Con esas nuevas escenas probé ambas cosas y ahí descubrí que, con pequeñas adaptaciones, el texto les funcionaba muy bien. Entonces incorporé la cámara a los ensayos. Sabía que en rodaje quería trabajar con angulares y con una cámara que estuviera muy pegada a ellas, escudriñando sus gestos, su emoción. Y para eso, tenían que encontrarse cómodas con ella y no perder la naturalidad.
En mis primeras reuniones con los jefes de equipo, a todos les plantee que nosotros tendríamos que adaptarnos a las actrices, dejar que ellas nos fueran marcando el paso. Por eso, si sabían cómo se maquilla una adolescente para salir de fiesta, que fueran ellas quien se maquillasen, o en el vestuario, ir de tiendas y preguntarles lo que se comprarían. La idea era en todo el proceso escuchar más que decir, no imponer nuestra visión sino escuchar la suya. Teníamos que ser flexibles y creativos y saber que no iba a haber dos tomas iguales. Así fue.
Buscando esa autenticidad, planteé rodar en algunos de los espacios reales en los que sucedieron los hechos, la estación de autobuses de Palma, el barrio de Corea… Prácticamente todos los exteriores se rodaron en Palma, y los interiores en Madrid.
Y en el montaje, junto a la montadora María Macías, retomando a Walter Murch, diría que esta película se ha construido más quitando que añadiendo, buceando hasta encontrar la esencia del tono y los personajes. Y pocas veces he sido más consciente de ir en una línea fina haciendo equilibrios con cada pequeña decisión entre mostrar y ocultar, entre la dureza y esperanza, entre la luz y la oscuridad de la historia y los personajes, entre pasarme o no llegar.
Desde cierta distancia diría que el proceso de la película ha sido un aprendizaje continuo que ha puesto a prueba mi capacidad de observación, intuición, creatividad y de adaptación y sobre todo, de confiar. Un desafío en toda regla.